Esa puerta
Que se fuera con
sus puertas a otra parte, que la dejara en paz. Se lo había gritado en la cara,
lo había escupido con la voz negra esa última noche, cuando una saliva extraña
se desparramó sobre la colcha. Con el agua podrida de su boca quería lavar la
cama, la habitación, el mundo.
Ya no aguantaba más el pasado de él mordiéndole los talones. Un pasado de puertas, lleno de gemidos, murmullos y golpes que no la dejaban dormir. Eran como agujas en la cama, hilos de metal que mordían el silencio, las persianas. Mujeres que atacaban con vestidos de flores, espectros famélicos que le recorrían el sexo.
Noche a noche, la habitación se llenaba de ojos tras las cerraduras. La casa parecía un cementerio de pelucas humanas, de bocas y sudores que atravesaban las paredes, que espiaban. Al menor descuido, una mano blanquísima deslizándose por todo él. Por eso ella le había gritado con el estómago encogido, y luego no se dijo más.
Él recogió una a una sus mujeres antiguas. Dobló despacio cartas, fotos y voces, amontonó todo en una maletita y se fue.
Ella comprobó que le dejaba las llaves junto al jarrón chino. Eso la tranquilizó, volvió a la cama. Sobre el alféizar se derramaba un domingo de lluvia.
Recién después y en absoluta oscuridad, acarició sus pechos planos, sus caderas de madera, la cerradura húmeda. Sin encender la luz, se llevó las manos a la frente y tanteó perpleja el picaporte.
Ya no aguantaba más el pasado de él mordiéndole los talones. Un pasado de puertas, lleno de gemidos, murmullos y golpes que no la dejaban dormir. Eran como agujas en la cama, hilos de metal que mordían el silencio, las persianas. Mujeres que atacaban con vestidos de flores, espectros famélicos que le recorrían el sexo.
Noche a noche, la habitación se llenaba de ojos tras las cerraduras. La casa parecía un cementerio de pelucas humanas, de bocas y sudores que atravesaban las paredes, que espiaban. Al menor descuido, una mano blanquísima deslizándose por todo él. Por eso ella le había gritado con el estómago encogido, y luego no se dijo más.
Él recogió una a una sus mujeres antiguas. Dobló despacio cartas, fotos y voces, amontonó todo en una maletita y se fue.
Ella comprobó que le dejaba las llaves junto al jarrón chino. Eso la tranquilizó, volvió a la cama. Sobre el alféizar se derramaba un domingo de lluvia.
Recién después y en absoluta oscuridad, acarició sus pechos planos, sus caderas de madera, la cerradura húmeda. Sin encender la luz, se llevó las manos a la frente y tanteó perpleja el picaporte.
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